Miró el reloj junto a su cama, ya
eran las 10:33. Ágil, escaló la mesa y se sentó frente a la pantalla del
ordenador, como cada noche desde hace un año. Posó una de sus patas sobre el teclado
y entrecerró sus oscuros y vibrantes ojos. La sensación cálida del plástico
recorrió su cuerpo, percibió como la corriente se abría paso entre los componentes
y de pronto, recordó. El viento, el atardecer, el sonido de su risa, su
respiración sobre él, jadeante, fusionada, deseosa. ¿Hice lo correcto? se
preguntó. Sintió como en su pecho la rabia y la tristeza encendían un fuego
siniestro. Apenas duro una milésima de segundo pero inundo cada fibra de su
ser.
Rápidamente la luz azul le trajo
de vuelta al presente. “Hermano, ven con nosotros” escuchó. El llamado
primigenio removió sus entrañas y alejó todo pensamiento. Corrió por los
pasillos, buscando, huyendo, acechando. Nada podía quitarle ese placer, la
noche era suya y él era de la noche. El clamor lo inundaba todo, su alma había
sido desanidada y la luz azul tomaba posesión de su maltrecho corazón. Ya nada más
le importaba.
Las horas transcurrieron difusas,
hasta volverse innegables. El primer rayo de luz se coló por la ventana y rasgó
las formas de su identidad nocturna. Somnoliento, miró la hora en su celular y
se tendió en la cama.
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